Carrito

La Espina y el Fruto

Esta exposición es una pequeña selección de imágenes que forma parte de una colección más grande.

Es el registro amoroso de los caprichos de las luces y las sombras, que en su arrogante visualidad convocan otras experiencias sensoriales, táctiles y de todo el cuerpo. Invitación que sucede a través de las texturas, la humedad, los intersticios y las superficies en las que podemos vagar como en un enorme desierto en el espacio persistente de una hoja. Estos universos nos convocan a releer y experimentar en otras escalas la polifonía del mundo natural, en las proximidades de la textura y de los patrones caprichosos de las plantas.

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La Espina y el Fruto.  Jardín Etnobotánico de Oaxaca.

Recorro tu cuerpo y me asombro, ¡cómo es posible que en un detalle exista tanta belleza! En una minúscula parte de tu ser percibo las dunas del desierto sediento y seductor, descubro al universo que reproduce y multiplica su armonía. Nada en ti es evidente, sucumbo al infinito descubrimiento de tu ser. Veo que la huella de nuestro abrazo queda impresa en la sensualidad de la piel, siento el recuerdo permanente de una caricia.

En este recorrido erótico, las fotografías de Cecilia Salcedo Méndez, “La espina y el fruto”, nos invitan a una danza visual que capta la armonía de las fibras naturales tomadas en el Jardín Etnobotánico de Oaxaca, un vivo reflejo del Edén donde sólo se admiten plantas oaxaqueñas, porque el estado cuenta con la flora más diversa del país. Simultáneamente, las imágenes esconden un misterio que despierta en el espectador el placer del enigma, un deseo que invita a descubrir los secretos corporales de la sensualidad.

El concierto germina en medio de la oscuridad, la semilla brota, la planta da a luz y la imagen florece. Estamos frente a un alumbramiento y se escuchan las notas de alabanza que evocan la perfección de la Madre Naturaleza. El lente capta el instante de la vida, la explosión vital de una semilla. Un éxtasis musical invade la retina del espectador y las partituras sensoriales de una biznaga danzan al compás de un paisaje femenino.

En otro escenario, la vaina de guamúchil se retuerce sobre sí misma, grita el dolor de un parto, la vida florece en pleno éxtasis, danza sobre sus membranas, los frutos abultados se abren a sus anchas en una melodía libre, al son de sus propias hendiduras.

La coreografía de “La espina y el fruto” despierta un apetito sublime; una danza silvestre se desarrolla bajo la misma óptica orquestal y los ejecutantes difieren en los arreglos: las espirales de la cucharilla bailan al compás de un erotismo serpenteante;

los pétalos de la rosita de cacao se rozan, conviven y se tocan; las espinas erectas del maguey se mueven al compás de sus tonadas internas; las fibras sensuales del pongolote flotan, palpan la existencia y las semillas aletean el germen de la vida.

Las fotografías, por su parte, imprimen pentagramas ejecutados a través de formas singulares con un lenguaje específico de cada planta. Leemos notas musicales en las espinas de un nopal o en la piel fibrosa de una suculenta; los tonos se indican en los gajos de las vainas; la nota clave queda estampada en el abrazo de un maguey tobalá y los tonos cromáticos se despliegan en el horizonte de otro nopal o en flores y semillas.

Una voz interna emite un gemido, percibimos que el horizonte ha desplegado su distancia. Son tus curvas y mis deseos los que me invitan a recorrer la inmensidad de tu superficie. ¿Será la erección de tus espinas o el aroma húmedo que emana de la flor?…, agito mis alas y me invade una melodía sublime. Veo en estas imágenes tus labios mojados, tu piel seductora tu infinita soledad en medio de la nada, en espera, sí, en espera de nadie, la presencia del placer de ser, para extenderte en libertad y sonar en un libre acento musical.

María Isabel Grañén Porrúa

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